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por Sara Uribe ■  20 ene 2023
De todo lo que pasa en Tamaulipas no se sabe ni en el resto del país ni en el mundo

Pienso en los hitos que definen el comienzo de una guerra. Cómo esas señales, esos hechos, esos gestos se instalan ya para siempre en el cuerpo de los otros y en el propio cuerpo. Para mí la guerra empezó un domingo de 2009 por la mañana, en Tampico, Tamaulipas, cuando tres cabezas fueron arrojadas al estacionamiento de un centro comercial al que yo solía acudir con cierta regularidad a tomar café. Intento ahora, diez años después, evocar qué fue lo que experimenté. No fue miedo. Lo primero fue estupor, incredulidad. Como si, a pesar de la evidencia incontrovertible, hubiese una capa que lo cubriera todo con un halo de irrealidad.

En este momento todavía no sentía yo qué era realmente lo que estaba pasando, […] yo veía las fichas, por medio de Hotmail llegaban este tipo de avisos, por redes sociales también. Pero de verdad yo era una persona que decía ‘¡ay!’, le daba next. A mí no me importaba lo que estuviera pasando, a mí me importaba mi vida. Y lo que sucediera a mi alrededor no me importaba. Fue cuando salí a buscarla, a sacar copias de la ficha de ella que había hecho yo, provisional: ahí fue cuando dije, esto no me puede pasar a mí”,

declara en Soles negros, la madre de Diana, una de las chicas asesinadas en Ecatepec. ¿En qué momento una guerra, una desaparición forzada, un feminicidio, se vuelve algo real?

¿Cómo se negocia con uno mismo y con los demás la admisión de un horror que se instala sin concesiones en tu vida diaria? ¿Cómo se aprende a vivir con miedo todo el tiempo?

Cómo se convierte, en apenas un par de años (de 2009 a 2011), a todo un estado en el sitio de una batalla encarnizada, inconcebible: balaceras, persecuciones, granadazos; cuerpos pendiendo de puentes, cuerpos mutilados arrojados en solares baldíos y banquetas, fragmentos de cuerpos abandonados en hieleras afuera de las oficinas de periódicos locales, es decir, en términos de Ileana Diéguez, una serie de paraperformances; ejecuciones masivas, toques de queda, ciudades desiertas, desplazamientos y desapariciones forzadas, masacres, fosas. ¿Cómo sigues viviendo en un sitio trastocado por una violencia hiperbólica? En

un lugar donde está instalado el silencio y donde todo mundo quiere silenciar lo que ahí pasa”,

como bien describe Marcela Turati a Tamaulipas. ¿Cómo se negocia con uno mismo y con los demás la admisión de un horror que se instala sin concesiones en tu vida diaria? ¿Cómo se aprende a vivir con miedo todo el tiempo?

Uno de los testimonios de Soles negros se refiere la masacre de los 72 migrantes en San Fernando como

quizá la mayor ejecución en masa en la historia mexicana del siglo xx desde la revolución”.

Todos estos años me he negado a decir que los tamaulipecos nos hemos acostumbrado a la guerra que ha asolado nuestras calles y carreteras durante ya más de una década. He preferido pensarlo como una adaptación en lugar de algo que tenga que ver con la acción de la costumbre. Sin embargo, ahora, en 2019, creo que es momento de replantearme otro verbo que caracterice la relación de los habitantes de uno de los estados en que el capitalismo gore ha efectuado más estragos en los cuerpos con los procesos necropolíticos a los que sus vidas han estado sometidas.

El 17 de agosto de 2019 —un día después de que feministas de la Ciudad de México marcharan y se apropiaran de monumentos, calles y paredes a través de su intervención, inscripción y reescritura como parte de una manifestación en contra de la violencia machista y feminicida ejercida por elementos de la policía capitalina— en Ciudad Victoria, Tamaulipas, ciertas reacciones ante la primera marcha feminista a favor de la legalización del aborto revelaron algunos de los efectos de una década de necropoder. Una tuitera participante denunció a través de su cuenta amenazas hechas en redes sociales frente a esta inédita acción feminista en Tamaulipas:

hay gente diciendo que […] ojalá lleguen los narcos a balacearnos y levantarnos a todas […] Narcos, a matarnos. Una ciudad azotada por esta problemática desde hace más de diez años y que ha sangrado a este estado sin descanso y aún así hay gente esperando que los narcos lleguen a matarnos […] Vivo en una ciudad que prefiere vernos muertas a manos del narcotráfico que fuera de la cocina […] Lo peor de todo es que si nos hacen algo, muchos estarían felices”.

Así, en Tamaulipas este llamado al restablecimiento del orden heteropatriarcal que las feministas quebrantan con sus cuestionamientos no es al Estado sino al narco. Este llamado al orden es un llamado a la producción de cadáveres y a la posterior desaparición de los cuerpos. Es decir, en palabras de Sergio Villalobos-Ruminott,

a la desaparición del cadáver como testimonio y signo último de una lengua que ya no promete acceso al sentido”.

Hay dos hipótesis en el capítulo sobre Tamaulipas de Soles negros en las que me interesa detenerme. Una de ellas gira en torno a que las masacres de migrantes perpetuadas por el crimen organizado pudieran estar relacionadas con intereses antiinmigratorios estadounidenses.

Otra sospecha que tenemos nosotros es que es parte de cómo la delincuencia colabora con el gobierno norteamericano. El problema central de la política exterior de los Estados Unidos son los migrantes y los grupos de narcotraficantes, nosotros creemos que aparte de la extorsión, están haciendo el trabajo sucio que el gobierno mexicano debería de hacer de no permitir el ingreso de migrantes para Estados Unidos”,

afirma el activista tamaulipeco Guillermo Gutiérrez. La otra, señala que la lucha por el control del territorio, tanto tamaulipeco como veracruzano, está fuertemente vinculada a la existencia de abundantes yacimientos de gas y a los procesos para su extracción.

Empecé este texto evocando los inicios de la guerra porque fue entonces cuando la académica de Tamaulipas Claudia Castañeda me expuso su teoría acerca de cómo la guerra contra el narco en Tamaulipas estaba relacionada con la ubicación en la región de la Cuenca de Burgos de grandes yacimientos de gas shale, combustible que se ha convertido en una de las más importantes fuentes de gas natural en los Estados Unidos a comienzos de este siglo. Me explicó entonces que el caos y la violencia generalizada, justo en esas zonas, respondía a un interés extractivista por apoderarse de dichos territorios y recursos. Cuando Claudia me compartió su teoría en 2011, esta me pareció inverosímil, conspiranoica, sospechosista. Claramente no lo era. Claudia pudo ver lo que ahora sabemos con certeza, pero que en aquel momento yo no pude creer porque hacerlo implicaba pensar, admitir un estado de cosas que entonces me pareció imposible de asimilar: un necroestado, una necroeconomía. No pude creerle a Claudia porque haberlo hecho requería aceptar que la muerte, que los cuerpos, que la producción y acumulación de cuerpos muertos es una transacción a la alza, el modelo económico de este siglo: una época que Villalobos-Ruminott describe benjaminianamente como la de la reproductibilidad técnica del cadáver.

¿Qué le han hecho treinta años de guerra a nuestros cuerpos, a nuestras geografías, a nuestras maneras de entender, concebir e imaginar cuerpos, territorios y futuros? ¿Qué le han hecho 200,000 muertos y 40,000 desaparecidos?

¿Cuánto tiempo me llevó admitir que el Estado y el crimen organizado eran una misma entidad? Un par de años, aproximadamente. ¿Cuánto que las desapariciones forzadas, esa forma de leva como es nombrada en Soles negros, era uno de los nuevos rostros de la esclavitud en pleno siglo xxi? Probablemente tres o cuatro años. ¿Cuánto que el extractivismo podía ser una de las causas principales de la guerra que asola mi estado? Casi una década. ¿Es esto un tiempo razonable? ¿Debí aceptarlo antes? ¿Por qué ahora puedo creer de inmediato que hay intereses antiinmigratorios detrás de las masacres de migrantes en Tamaulipas? ¿Qué ocurre con nuestra capacidad de creer y descreer tras un periodo tan largo de violencia generalizada —treinta años si el gesto del inicio lo ubicamos en Juárez, a principios de los noventa—? ¿Qué le han hecho treinta años de guerra a nuestros cuerpos, a nuestras geografías, a nuestras maneras de entender, concebir e imaginar cuerpos, territorios y futuros? ¿Qué le han hecho 200,000 muertos y 40,000 desaparecidos?

Cuando arrojaron esas tres cabezas al centro comercial de mi pueblo creí que eso sería lo más terrible que presenciaría en mi vida. Pensé que era algo irrepetible, algo insuperable. Entonces no habría sido capaz de imaginar que el futuro sería este presente de 3,000 fosas en el que se ha convertido México.

De todo lo que pasa en Tamaulipas no se sabe ni en el resto del país ni en el mundo”,

afirma Guillermo Gutiérrez. ¿Qué ocurre especialmente en territorios tamaulipecos? ¿Qué mecanismos sofisticados de implantación del terror han producido tanto y tanto silencio? ¿Cuánto es lo que todavía no sabemos?

Semblanza

Sara Uribe (México, 1978) es norteña por adopción. Ha publicado ocho libros de poesía, los más recientes son Antígona González y Abroche su cinturón mientras esté sentado. Escribe en publicaciones periódicas y antologías de México, Perú, España, Reino Unido, Canadá y Estados Unidos. Ha sido becaria del FONCA y ha recibido el Premio Nacional de Poesía Tijuana y el Premio Nacional de Poesía Clemente López Trujillo. Actualmente estudia el doctorado en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana.

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