Reseña por Rafael Guilhem ■  27 may 2024
Ch’ul be, senda sagrada

Humberto Gómez Pérez | México | 2023 | Tsotsil | Color | 70’

La primera imagen de una película siempre es definitoria. Es el momento en que las expectativas se decantan, adquieren forma y nos proveen de una mirada con la que nos guiaremos en adelante. A este respecto, el inicio de Ch’ul be, senda sagrada es modélico. Una voz relata en tsotsil la creación del mundo desde la cosmovisión maya. Nos habla de que al principio de todo sólo existía el cielo y su oscura noche, mientras vemos, precisamente, a la solitaria luna como un faro rodeado de penumbra. Lo visible es un correlato de lo dicho, como si las palabras, al pronunciarse, permitieran que todo apareciera. Y así, paulatinamente, se van desvelando otros elementos: los árboles, los animales y los humanos. Los espectadores presenciamos, pues, un mundo en vías de hacerse, pero también, una concepción determinada, ligada al mito, de este origen del mundo. Ya ahí notamos la importancia que tiene para los realizadores de este documental el entendimiento con que las personas interpretan y explican aquello que las rodea y las conforma. Y sobre todo, la manera en que la concepción cinematográfica se entrelaza con la del pueblo de San Andrés Larráinzar, asumiendo que esta forma expresiva puede ser también constitutiva, tal y como lo es la transmisión oral de las tradiciones, y acaso una vía para la preservación de la memoria de toda una comunidad.

Así, la creación del universo ocurre junto a su puesta en imágenes. Este marco de lectura nos da los instrumentos para cifrar el resto de la película, pues nos muestra que las cosas no se reducen a sí mismas, también las moldea su pasado y su herencia, las creencias, los sueños, la compartición y la puesta en común. ¿Podemos vislumbrar las consecuencias que este ideario tiene para el cine? Un arte que trabaja con un orden sensible visual y sonoro, en que incluso lo ausente se hace presente, ¿cómo puede corresponderse a una realidad tejida por lo invisible y evocable, por ese más allá y más acá de las cosas? Humberto Gómez y su equipo disciernen una solución por demás inteligente: conservar el secreto, mostrarlo como algo inasible e inefable, pero no por eso imposible de compartir. La voz en off, por ejemplo, confiere a los planos un velo doble: amplía las orillas del presente pues introduce en él una historia antiquísima y vital para quienes la mantienen viva. Lo que vemos ya no es sólo lo que vemos, es también lo que otros vieron antes que nosotros y nos enseñaron a ver. Y claro, ver, más que una operación biológica, es un tipo de sabiduría ancestral.

Los espacios de Ch’ul be, senda sagrada son únicos: paisajes extraños para el cine mexicano que poco se asoma a sitios fuera de límites muy estrechos. La música, los gestos, las palabras, el interior de las iglesias, están todos teñidos por una mirada paciente y penetrante que no es la de un visitante ocurrente sino la de alguien con conocimiento de causa. No hay pretensiones de gritar a los cuatro vientos lo registrado. El tono es calmo, la cámara está atenta a lo que ocurre y el montaje se apega al tempo de la vida de aquel lugar. Todas estas variables hacen que Ch’ul be, senda sagrada sea más que una película sobre el sistema de cargos en San Andrés Larráinzar. Es también un bloque de realidad, de tiempo y espacio, de historias y relatos, de memoria y sabiduría.

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